Infamia 53
Vicente Echerri
La entrada de Fidel Castro en La Habana, de la que están por cumplirse
53 años, es una imagen recurrente que ha adquirido para unos la
categoría de mito fundacional, en tanto para otros es el reiterado
símbolo de la maldad y el caos instituidos. Frente al interminable
discurso del líder de la revolución aquel 8 de enero se sobrepone
siempre en mi memoria la voz de una de mis tías que dice ominosamente,
en el momento de apagar el televisor: ¡Este hombre es una bestia del
Apocalipsis!
Con ese siniestro presagio –de sobra cumplido– ingreso en el tiempo de
la revolución, aventura cargada de la peligrosa negatividad que sedujo a
tantos en un principio: cómplices activos de la perversión, si no de la
destrucción, de las tradiciones de un país; de la adulteración o
reinvención de su historia; de la suplantación de sus arquetipos. Los
cubanos que apoyaron esa injustificable desgracia y que luego llegaron
al exilio –o se pudrieron en las cárceles o languidecieron en sus casas–
aduciendo engaño son culpables de frivolidad, de ligereza y de
ignorancia. Los ciudadanos tienen la obligación de ser serios y
responsables, tienen el deber supremo de saber, sobre todo si se trata
de una clase educada, como la que, en su mayoría, entregó las
instituciones de nuestra república a una banda de forajidos.
Por cerca de dos generaciones (si es que no por más tiempo) antes de ese
aciago enero de 1959, los cubanos habían jugado a la revolución. Era una
especie de mantra salvador –en lugar de un gran mal– que invocaban
intelectuales y políticos como atajo imprescindible que habría de
llevarnos, por el tramo más corto, al desarrollo, de instalarnos en una
sociedad "perfecta" en la que no existirían bolsones de pobreza ni
groseras desigualdades. Hasta muchos empresarios –a los que el nuevo
régimen no tardaría en despojar– se contaron entre aquellos primeros
entusiastas a quienes repugnaban los tolerables niveles de corrupción
del país en que medraban. ¡Habrase visto ingenuidad mayor!
En esta obligada y constante revisión del pasado que nos impone nuestra
desgracia de más de medio siglo hay que empezar por rechazar, como una
calamidad irredimible, la idiotez revolucionaria: el credo de la
glamorosa acción política con sus banderas y sus pancartas enarboladas
desde la izquierda; el espíritu de motín de un estudiantado que, en
busca de la gloria, se convierte en canalla; la militancia de
profesionales y obreros intoxicados por lecturas mal digeridas o
manipulados por demagogos. La Revolución –la idea de ese expediente de
violencia que se nos propuso durante tanto tiempo como la panacea– ha
sido peor para Cuba que el comunismo, porque este mal sólo fue posible
en el terreno abonado por la inculcada expectativa de la Revolución, por
la fe colectiva de que una revolución era factible y necesaria.
Ha de insistirse y ha de predicarse a las nuevas generaciones de cubanos
–que tan mal conocen la historia de su país, aunque padezcan y renieguen
del régimen que hoy los oprime– que la revolución castrista fue un
acontecimiento reprobable desde sus orígenes, así como su asalto del
poder y su mantenimiento en él durante todos estos años carecen de
justificación y legitimidad. La teoría, tantas veces oída, de que la
revolución fue una gesta noble que luego –debido a la ambición desmedida
de Castro– se convirtió en un régimen totalitario es un planteamiento
falaz. Desde antes de triunfar el castrismo fue un proyecto devastador
encabezado por unos delincuentes, a cuya dirigencia se sumaron –por
torpeza, ligereza o imprevisión– algunas personas decentes que, sin
excepción, fueron barridas, suplantadas o corrompidas.
A los viejos revolucionarios –que en el exilio aún suelen lamentarse de
la traición de la que fueron víctimas o de la oportunidad que perdió
Castro por no haber hecho las cosas bien– no debiera quedarles más
discurso, creo yo, que el de pedir perdón a todos los cubanos que
vinimos después por la monstruosidad que ayudaron a crear, ni más
actitud que la de la arrepentida contrición por haber colaborado al
derrumbe de un orden que, con todos los defectos que puedan apuntársele,
era infinitamente superior al pantano que le sucedió. Pese a los
aplausos y el delirante júbilo de tantos, la infamia en traje verde
oliva llegó a La Habana aquel enero, hace ya 53 años.
© Echerri 2011
http://www.elnuevoherald.com/2012/01/04/1096519/vicente-echerri-infamia-53.html
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