Preparando la salida del castrismo
leoncio gonzález
La visita de Benedicto XVI a Cuba supone, ante todo, un respaldo a la
línea del jefe católico de la isla, el cardenal Ortega, un personaje
cuya importancia rebasa el ámbito eclesiástico, puesto que se ha
convertido ya en una de las figuras más respetadas e influyentes de la
sociedad cubana al margen del régimen. No es para menos. Víctima de
persecuciones cuando era un joven cura, logró extraer a la Iglesia del
ostracismo al que lo condenó Fidel en los años duros de la guerra fría:
hoy ganó para ella un papel de interlocución que le asegura una posición
privilegiada como intermediaria entre la dictadura y la disidencia,
gracias a la cual consiguió ablandar algo el sadismo represivo de la
primera y mejorar las condiciones en que actúa la segunda.
Parece evidente que el papa Ratzinger pretende reeditar el éxito que
cosechó Juan Pablo II en 1998 y, de este modo, proseguir la
normalización del catolicismo en Cuba, dotarlo de nuevos espacios de
actuación y ampliar su autonomía, tanto en el plano religioso como en el
asistencial. Pero esta vez las circunstancias son distintas. Un objetivo
pastoral tan loable tiene como contrapartida que proporciona una baza de
imagen al Gobierno en un momento en que encuentra fuertes resistencias
internas para poner en marcha las reformas económicas, excluyó las de
tipo político y es incapaz de desembarazarse de la gerontocracia
anquilosada que aún copa los puestos de decisión más relevantes.
Si a esto se añade que el papa evitó el encuentro con representantes de
la disidencia, y que la policía se ha empleado a fondo para limpiar las
calles de posibles voces discordantes, se comprenden las críticas del
exilio y la amargura de quienes desean para la isla el mismo régimen de
libertades del que ya disfrutan los países de su entorno: temen que el
viaje aleje aún más este objetivo.
A diferencia de lo que hizo en Polonia, donde aceleró la caída del
comunismo gracias al apoyo que brindó al movimiento Solidaridad, la
Iglesia cubana ha evitado cualquier tentación de choque con los hermanos
Castro o de dar pasos que se pudieran interpretar como indicios de
confrontación. Puso considerable distancia con el proyecto Varela del
moderado Oswaldo Payá, infundadamente denominado el Walesa de Cuba, se
ha opuesto al embargo económico impuesto por Estados Unidos y no ve con
malos ojos el proceso reformista emprendido por Raúl Castro. Con toda
seguridad, obedece a una visión de largo alcance con la que persigue
atribuirse un papel moderador en la transición al poscastrismo, como un
puente de paso obligado entre los que hoy oprimen y los que son
oprimidos. Pero, si es así, debe evitar que parezca que abandona a estos
últimos a su suerte.
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