Mercados Miseria
mayo 24, 2012
Daisy Valera
HAVANA TIMES — Me aterra la vejez. No precisamente la futura flacidez
de mis senos, los dolores en los huesos, las arrugas como consecuencia
de los gestos repetidos una y otra vez.
Me asusta envejecer, sobre todo, porque me asusta Cuba.
La Habana es una ciudad para jóvenes; capaces de correr tras los
camellos, de resistir infinitas colas, de comer muchos carbohidratos y
pocas vitaminas.
Cuba necesita jóvenes dopados con cafeína pero los principales actores
de esta ciudad/país son los ancianos.
La emigración y la baja natalidad hacen que mis paseos sean un constante
encuentro con abuelos e incluso bisabuelos.
Están en todas partes y no puedo dejar de mirarlos y sentir casi
escalofríos.
No son demasiados los rostros que tienen la marca de repetidas sonrisas
en la comisura de los labios.
Se repiten como una constante las caras de amargura y cansancio.
A los ancianos les toca luchar al mismo ritmo que los jóvenes; el retiro
no se convierte en vacaciones y juegos con los nietos.
Más bien es el anuncio de un trabajo futuro que será aun más precario.
Los viejos son los principales vendedores de los únicos productos que
cuestan un peso: el cucurucho de maní, el trago de café y los esos
caramelos alargados que nos recuerdan tanto el sabor de la pasta de dientes.
Se convierten en pregoneros de periódicos y ofrecen cerca de los
mercados bolsitas de nylon.
También mueren de frío en algún hospital psiquiátrico o piden limosnas
en las turísticas calles de La Habana Añeja.
Por último, para mi terror, se han convertido en los dependientes de los
únicos mercados baratos de la capital, mercados que por falta de un
nombre estatal (y el obligado pago de impuestos) he terminado bautizado
como Mercados Miseria.
Los principales están ubicados en las esquinas de Belascoaín y Monte,
Infanta y Carlos III o Zulueta y Apodaca.
Ancianos, enfermos mentales y alcohólicos nos ofrecen lo que han logrado
recuperar de los latones de basura.
Una blusa que puede utilizarse diez veces más, relojes despertadores
desteñidos, cepillos de pelo con pocos dientes, zapatos todavía con la
suela y algunos huecos.
Todo en moneda nacional.
Los veo y entristezco, sus pensiones de retirados nos les alcanzan para
vivir.
No sirvieron de mucho los trabajos voluntarios, las guardias cederistas,
la asistencia y la puntualidad.
Para ellos no llegara el luminoso futuro prometido.
No tienen opciones y saben (como yo) lo difícil que resulta levantar
carteles.
¿Dónde están los trabajadores sociales cuando son necesarios?
¿Qué pasa con esos imprescindibles hogares para ancianos?
¿Dónde encontrar una alimentación adecuada para tantos diabéticos e
hipertensos?
En fin, me muero de miedo.
http://www.havanatimes.org/sp/?p=64744
viernes, 25 de mayo de 2012
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