Relaciones Cuba-México, PRI, Fidel Castro
Complicidades peligrosas
En su estancia mexicana, Fidel Castro aprendió muy bien cuáles eran los
pilares de lo que Vargas Llosa llamó “la dictadura perfecta” y
gradualmente los aplicó en su terreno con un extremo rigor
Rebeca Montero, La Habana | 28/07/2012 11:51 am
El apelativo “caudillo” significa “hombre que, como cabeza, guía y manda
la gente de guerra”[1]. A modo de elogio y admiración, así se refieren,
en México, a los Caudillos del Norte (Pancho Villa), y del Sur (Emiliano
Zapata).
Pero cuando la palabra “caudillo” se ajusta al líder que concentra todos
los poderes, que no admite fiscalización alguna, que establece complejas
jerarquías de mando ocupadas por sus allegados y devotos, que suprime
toda institución o participación democráticas y que se siente tocado por
el dedo divino, entonces pensamos en los arquetipos de los dictadores
latinoamericanos reales que inspiraran algunas novelas del boom, o
pensamos en el coruñés quien, desde su pequeña estatura y mediocridad,
acuñó su perfil como “Francisco Franco, Caudillo de España por la Gracia
de Dios”. El hijo de su paisano en El Ferrol, nuestro caudillo, sigue
tras sus patéticos pasos. Hizo suyas aquellas exclamaciones de Millán
Astray: “¡Viva la muerte!”, “¡Una Patria, un Estado, un Caudillo!” y
devino padre de la nación cubana, en un ajiaco criollo de su Yo con la
controvertida revolución y con la patria. Antes de él, nada en la
historia es verdaderamente importante, solo un tiempo con pocos nombres
que profetizaban su mesiánica llegada. (“Te lo prometió Martí y Fidel te
lo cumplió”). Después de él, la Isla —como ya quisiera (wishful
thinking)— debería hundirse en el mar.
México, en su intensa y multiplicada revolución, tuvo muchos caudillos.
Aún quedan caciques locales; pero los licenciados y generales lograron
depurar el estilo y pasar al presidencialismo, uno muy suyo que Vargas
Llosa calificara como “la dictadura perfecta”. En su estancia mexicana,
Fidel Castro aprendió muy bien cuáles eran los pilares de ese sistema y,
gradualmente, —aunque con su característica prisa—, los aplicó en su
terreno con un extremo rigor.
Un solo partido dominante
En México, el PNR (Partido Nacional Revolucionario) de P. E. Calles,
pasó a ser el PRM (Partido de la Revolución Mexicana), corporativo, de
Lázaro Cárdenas del Río y, finalmente, el PRI (Partido Revolucionario
Institucional) que, a pesar del oxímoron, convirtió en institucionales
los sectores obrero, campesino, popular y militar. El predominio de este
partido fue total por más de siete décadas y, en algunos estados, por
más de ocho. Esta supremacía no negaba derecho de existencia a los
pequeños partidos de derecha, de izquierda, liberal o anarquista, lo que
otorgaba solidez a la máscara de la diversidad política civilizada.
El perfeccionamiento del control del partido dominante mexicano tomó
varias décadas. Fidel Castro no perdió tantos años, agilizó el proceso
y, luego de suprimir —por varias vías— los partidos tradicionales, las
organizaciones revolucionarias que lo habían apoyado, de neutralizar los
posibles focos de ideologías independientes, avanzó desde la creación de
las ORI (Organizaciones Revolucionarias Integradas) al PURSC (Partido
Unido de la Revolución Socialista de Cuba) y, finalmente, al PCC
(Partido Comunista de Cuba). No perdió el tiempo en maquillajes y así
estamos desde hace más de cinco décadas. Otros partidos… ¿para qué?
Control de las fuerzas represivas (Fuerzas Armadas y Policía)
Varios generales de la Revolución Mexicana ocuparon la silla
presidencial. Mas el Poder Ejecutivo, ya fuese de origen civil o
militar, aseguraba la relativa independencia de los órganos de represión
para aplastar posibles sublevaciones o mantener el control estricto de
los pueblos y las ciudades. La lealtad se fundaba en el laissez faire
para las actividades lucrativas, en el aseguramiento de la impunidad de
sus acciones y en el decoro profesional de algunos sectores de esas fuerzas.
En Cuba, una de las primeras medidas tomadas, en 1959, fue el
desmantelamiento total (por cese, jubilación, prisión, fusilamiento o
expulsión) del Ejército y la Policía nacionales. Las fuerzas armadas
todas fueron sustituidas por el Ejército Rebelde, la Policía Nacional
Revolucionaria y las nuevas incorporaciones que juraban fidelidad, ya no
a la nación, sino a la revolución y a su caudillo. El desarme fue
general y meticuloso: se confiscaron hasta las armas privadas de
colección. No hubo verdad alguna en la expresión generalizada de “pueblo
armado” ya que las armas obsoletas utilizadas en las prácticas de
milicias eran, de inmediato, recogidas y celosamente guardadas. Las
milicias de los inicios sí utilizaron armamentos en Playa Girón, en la
Crisis de Octubre y en la guerra civil del Escambray, para luego
desarmarse por órdenes superiores. Que sepamos, los elementos y
oficiales regulares de las Fuerzas Armadas actuales no pueden portar o
poseer armas, excepto en misiones específicas. Así se asegura que no les
cruce por la cabeza asociarse para algún golpecito de Estado. Como
dijera el Comandante a los integrantes del Directorio Estudiantil “13 de
marzo”: “Armas… ¿para qué?”
Control de los poderes legislativo y judicial
El Ejecutivo mexicano, para ser genuinamente omnímodo, debía controlar
el Congreso y la Judicatura. El PRI se ponía en acción para lograr lo
que llamaban “el carro completo”. Utilizaba métodos como el robo de
urnas, los “carruseles”, la compra de votos, el acarreo, las urnas
“embarazadas”, la votación de difuntos, cualquier ingeniosa técnica.
Aparentemente, se hacían elecciones libres: el PRI ganaba, ocupaba los
escaños del Congreso y del Senado y, con limosnero ademán, otorgaba
algunos asientos para pálidos opositores o ineficaces disidentes.
Los jueces y notarios, en los distintos tribunales y cortes, algunas
veces se nombraban por méritos pero, por lo general, se designaban por
nepotismo o por favores debidos o por deber. Ningún magistrado podría
oponerse a una orden o deseo expreso de los jefes del poder ejecutivo,
en cualquier nivel de gobierno de la Federación.
El Partido “que siempre gana”, garantizaba, con estos controles, la
protección a los intereses políticos y empresariales, nacionales e
internacionales, con los que se asociara. Como el ex Presidente Miguel
de la Madrid declarara con asombrosa honestidad: la corrupción y la
impunidad son los aceites que hacen girar toda la maquinaria estatal[2].
Parece que a Castro las maniobras del PRI le parecieron demasiado
rebuscadas. El edificio avasallador del partido mexicano para el control
nacional se había erigido sobre una realidad de caos bélico y de
ambiciones locales y en la Isla había una estructura democrática, aunque
defectuosa, que primero había que demoler.
Comenzó a gobernar por decretos revolucionarios, luego de desbandar las
instituciones legislativas y hacer añicos la Constitución de 1940, que
antes invocaba como ejemplar, formó nuevos abogados para las nuevas
leyes (quienes no pueden ejercer en país alguno del orbe porque lo que
estudiaron en la Facultad de Derecho es un verdadero disparate,
inaplicable en cualquier país sensato), copió constituciones de los
países del Este, las modificó de acuerdo al momento: atenuantes por
agravantes y lo que se ocurriera, hasta llegar al colmo dogmático de
plasmar que “el socialismo era irreversible”. Los jueces reciben
instrucciones para dictar los fallos y los abogados defensores no se
diferencian de los fiscales. Las órdenes se cumplen y las constituciones
se violan.
Los representantes de la Asamblea Nacional legislativa no representan a
sus electores, son designados y no rinden cuentas reales[3]. De más está
añadir que sus resoluciones se adoptan por unanimidad. La docilidad es
endémica a todos los niveles asamblearios. La selección de candidatos
—propuestos antes por los funcionarios partidistas—, que se realiza en
las circunscripciones vecinales, se efectúa “a mano alzada”.
Las cárceles mexicanas han sido siempre de lúgubre fama, desde el
antiguo “palacio negro” de Lecumberri hasta los Campos Militares. Las
cárceles disuaden, desaparecen, torturan, matan y no hablan. No se
pueden hallar cifras confiables del asombroso incremento de las
penitenciarías en Cuba porque constituye un secreto bien guardado, pero
sí se sabe de las condiciones lastimosas y crueles que las caracterizan.
Y, como no se puede poner escenografía en tantas cárceles, pues no se
invita a relator alguno de derechos humanos, así lo pida la misma ONU de
rodillas.
El Gobierno mexicano permitió —a partir de la década de los años
noventa— una Comisión Nacional de Derechos Humanos que, aunque
instaurada por el propio Estado y con una autonomía discutible, cumple
algunas funciones, con cautela, pero con cierta efectividad. Esto sucede
en el marco de una mayor apertura mexicana de cuya sutileza no quiere ni
saber la nomenklatura cubana. Si alguien en la Isla dice “derechos
humanos”, los oyentes a su alrededor salen corriendo. La frase es
subversiva: recuérdese aquello de “nuestros derechos humanos
diferentes”, que ya no se pueden invocar por estar fundamentalmente
extintos[4].
Era lógico que Fidel Castro advirtiera a Daniel Ortega, en 1990:
Elecciones… ¿para qué?
Control de los medios de comunicación
Es de sobra conocido que el PRI, en el poder, controló de buenas maneras
(soborno) o de malas (represión, clausura, asesinato) a los medios de
comunicación tradicionales —radio, prensa y televisión— y a sus
periodistas. Al tener el monopolio de los espacios radiofónicos,
televisivos y del papel, las concesiones y anuncios otorgados o
subvencionados por el Estado eran fundamentales para la supervivencia de
cualquier noticioso. Como dijera el ex Presidente Echeverría, en 1976,
“no pago para que me peguen”. La máxima era seguida por Azcárraga II,
dueño del consorcio Televisa, que se autodenominaba “un soldado del
PRI”. Claro que había algunas admirables publicaciones independientes,
por lo general de corta vida y siempre reprimidas, pero existían. A los
mexicanos siempre les ha obsesionado la imagen proyectada ante la
opinión mundial y, como decían mi abuelita y Octavio Paz: es preferible
ser que parecer. O sea, que no se dijera que no había libertad de
expresión. Por ende, el pueblo mexicano sabía lo que el PRI quería que
supiera.
El Gobierno cubano entendió bien que tenía que asir con fuerza las
riendas de toda la información y siguió el camino a galope tendido:
inserción de “coletillas” al periodismo independiente, supresión y
concentración de medios para luego refundarlos en unos pocos periódicos
oficiales y menos canales de TV y estaciones de radio. Una misma
“noticia”, así sea uno de los absurdos del caudillo, se lee, se ve y se
escucha varias veces al día. Como decía un viejo chiste: “si Napoleón
hubiera tenido el Granma, nadie se hubiera enterado de Waterloo”.
No entramos en el tema de la educación porque ambos países han caído en
el mismo abismo: la paralización generalizada del pensamiento, la
memorización y la preferencia en que creer es mejor que leer. Esto no
sucedió en Cuba a principios de la década de los años sesenta, cuando
experimentó una espectacular eclosión cultural, pero sus bases se podían
hallar en la buena instrucción republicana. Históricamente, se sabe bien
que “el conocimiento es poder” y ¿quién quiere que la población tenga
poder? Ni el PRI tradicional ni el lamentable PCC.
El aislamiento nacional provocado por el Gobierno cubano, no por el tan
mentado “bloqueo” que ni existe propiamente hablando, esa “maldita
circunstancia del agua por todas partes”, que ha resultado ser
beneficiosa para mantener a la población en una campana impenetrable,
posibilita la impermeabilización del país ante la globalización mundial.
México no tuvo otra salida que abrirse: liberalización de los mercados,
apertura de medios aunque acotada, respeto a la no reelección, a pesar
de las tentaciones (después de todo, fue una de las razones esgrimidas
para dar inicio a la Revolución mexicana), legalización de varios
partidos, aprendizaje y cierto respeto por los derechos básicos
universales, respeto (que nunca se eliminó) a la propiedad privada… Este
nuevo México, aunque guarde cierto parentesco con el anterior porque las
estructuras básicas, sus pilares, no han sido demolidos, ha comenzado
desde hace pocos años su camino por una “democracia imperfecta”. Hasta
permitió una “alternancia de poder” aunque, en realidad, fuera de un
partido incapaz de dirigirse a sí mismo y que nominara como presidentes
a un hacendado-empresario y a un cristero. Pero esa misma ignorancia
política permite que se avecine el PRI, de nuevo, con cara de galán, con
supuestos “nuevos aires juveniles” y con los mismos viejos vicios de
corrupción e impunidad que se ilustran ejemplarmente en lo que se ha
denominado “el grupo Atlacomulco”[5], una suerte de ambiciosa
fraternidad política.
Si el afán democrático se inició con el movimiento estudiantil de 1968 y
maduró hasta los tiempos que ahora vive ese país, este mismo afán se ha
hecho presente, pero con el objetivo admirable de hacerlo genuino, en
espontáneo clamor, por los jóvenes del movimiento “Yo soy 132”. Quieren
ser, no parecer.
Es por eso que ya los Castro no pueden copiar de los modelos mexicanos:
tendrían que aceptar las redes sociales, el Internet para todos, la
libertad de expresión y de asociación. Tendrían que admitir
organizaciones no gubernamentales auténticas con perfil de género,
étnico, sexual, profesional, religioso, ecológico, etc. Sería el
suicidio político de esa cosa inefable e irreversible que inventaron y
que no responde ya a ideología alguna y que solo hace a la élite en el
poder cómplice de cuanto dictador o genocida queda en el planeta.
No esperemos reacciones muy solidarias de México a la tragedia cubana:
los gobiernos del PRI intercambiaron datos de inteligencia con los
isleños; el Gobierno cubano no estimuló movimientos armados en México,
(por el contrario, espió y reprimió a los guerrilleros mexicanos
refugiados en la Isla); en Cuba nadie supo de las masacres de
“Tlatelolco” en el año 1968, ni del “Jueves de Corpus” en el año 1971;
los Gobiernos mexicanos secundaron al cubano en foros internacionales;
la autoridad máxima arropó a torturadores mexicanos (la mayor corona de
flores en el funeral de Fernando Gutiérrez Barrios me dijeron que fue la
de Fidel Castro); la Seguridad del Estado posee datos incalculables y
vergonzosos de toda la clase política mexicana, sin excepción y
susceptible de chantajes; nunca se solidarizó el Gobierno de la Isla con
la izquierda —del signo fue fuese— y respaldó al PRI en el fraude
electoral de 1988 (Salinas se convirtió en un “querido amigo” quien, al
ser repudiado en la etapa zedillista, corrió a su refugio caribeño) o en
cualesquiera otros fraudes. En fin, la izquierda mexicana no se conoce
en Cuba porque nunca se ha mencionado en el Granma.
Un chiste dice que los mexicanos se vengaron bien de que los cubanos les
hubiéramos enviado a Hernán Cortés. En reciprocidad, nos mandaron a
Fidel Castro.
[1] Diccionario de la Real Academia Española.
[2] En entrevista con la periodista Carmen Aristegui. Esta declaración
fue desmentida luego por sus familiares, achacando su verdad al estado
supuestamente senil del ex mandatario.
[3] La Asamblea tiene representantes de comunidades que nunca han
rendido cuentas. Por poner un ejemplo: Ramiro Valdés ¿representaba? a
Artemisa. Vive en un delicioso bunker por Santa Fe.
[4] Es delito distribuir copias de la Declaración Universal de los
Derechos Humanos y es un documento imposible de consultar, sin permiso
expreso de las autoridades, en las bibliotecas del país que la tengan.
[5] Isidro Fabela†, Carlos Hank González†, Arturo Montiel, Alfredo del
Mazo, Emilio Chuayffet, Miguel Alemán Valdés†… voces decisivas del PRI.
http://www.cubaencuentro.com/opinion/articulos/complicidades-peligrosas-278826
domingo, 29 de julio de 2012
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