Reformas, Díaz-Canel
Anticastrismo intelectual y reforma política en Cuba
No será por reforma que el castrismo transite del partido único al
partido hegemónico. Así dejaría de ser castrismo
Arnaldo M. Fernández, Miami | 27/03/2013 9:57 am
Así como la intelectualidad orgánica del castrismo quedó para costurera
remendona de las decisiones políticas, la intelectualidad del
anticastrismo para sí mismo, esto es: sin lógica instrumental para
tumbar al castrismo corriente, paró en monaguillo de la Iglesia de la
Transición Inevitable a la Democracia en Cuba.
Esta iglesia rinde culto a los cambios dentro de la Isla como si
tuvieran existencia propia —por generación espontánea o inmaculada
concepción— separada del y oponible al Estado totalitario castrista. Se
pasa por alto la clave aristotélica elemental «del ser primero» como
esencia (Metafísica, Libro VII [Ζ], 1028a-1041b).
Aristóteles enseñaba que andar, sentarse, estar sano y todos los demás
estados análogos no son seres en sí mismos, sino atributos del ser
esencial que anda, se sienta, está sano y aparece bajo otros muy
diversos atributos. Los cambios no se tropiezan con el castrismo. El
castrismo cambia a gusto y conveniencia sin bastardear de su ser
primero: el Estado totalitario.
Su esencia se define por conjunción de partido único, ideología oficial,
represión política y triple monopolio de las armas, los medios
fundamentales de producción y los medios masivos de comunicación. Tal
como demostró el invento del raulismo, esta esencia se aprehende por la
intelectualidad del anticastrismo para sí mismo, que tiene
excentricidades por doquier.
El periódico madrileño El País, por ejemplo, difunde un anticastrismo
para sí mismo tan adocenado que descubrió, en los Lineamientos de la
Política Económica y Social del Partido y la Revolución (2011), «una
nueva definición del socialismo cubano —igualdad de derechos y
oportunidades— [que] es idéntica a la definición de cualquier economía
de mercado, Estado de derecho o democracia política del mundo».
Semejante hallazgo intelectual tendría inmediata aplicación práctica:
gracias al «socialismo actualizado», los lineamientos «concebidos
oficialmente como plataforma de permanencia, pueden ser utilizados por
opositores y reformistas para presionar a favor del cambio».
No se han enterado en El País que desde 1976 los cubanos disponen no ya
de un panfleto, sino de un capítulo entero [VI] de la constitución sobre
la igualdad de derechos y oportunidades (Artículos 41-44) como clave
jurídica de la relación de los ciudadanos con el Estado, sin que ni
opositores ni reformistas hayan podido usarla para el cambio.
Tras las pasadas elecciones generales, este avatar del anticastrismo
intelectual para sí mismo prosigue con más ideas vinculadas a las
apariencias —v.g., el apellido Castro— que se amalgaman como si fueran
cubanología.
Cambio y paradoja
Al tachar de tímidas y lentas las reformas en Cuba, la cubanología
explica que son así por «la paradoja de que quienes reforman el sistema
son los mismos que lo construyeron». Lo paradójico estriba en que las
reformas pensadas se consideren el ser en lugar del castrismo cambiante,
que con rigurosa lógica encarga a sus constructores cómo reformarse para
preservarse.
Los cambios imaginados desde fuera son más bien un atributo del propio
ser del castrismo: concitar en otros el prurito de estudiarlo a
distancia y con desatino. No sorprende que los rasgos esenciales del
Estado totalitario se esgriman entonces como «la mejor prueba de la
ambivalencia ante el cambio» con que vendrían comportándose los líderes
del castrismo, como si el cambio tuviera existencia propia y discurriera
al margen del liderazgo castrista.
Transición democrática y meritocracia
Al soslayarse el Estado totalitario como ser esencial del castrismo
cunden las alucinaciones por el ascenso de Miguel Díaz-Canel a primer
vicepresidente del Consejo de Estado [no referirse a este premierato,
sino tan solo a vicepresidente, entraña incomprensión del orden estatal
en Cuba], como si no tener el apellido Castro ni pertenecer a la
Generación del Centenario fuera ya un paso hacia la «creación de
condiciones para una transición democrática» antes que a la continuación
del castrismo por otros cuadros.
La transferencia gradual del poder a las nuevas generaciones del
castrismo —no sólo el primer vicepresidente Díaz-Canel, sino también el
canciller Bruno Rodríguez o el administrador Marino Alberto Murillo—
viene cantada como consecuencia del declive natural y deceso inevitable
de Fidel y todos los que lucharon con él, pero transcurre como está
previsto y probado: por acuerdo que dicta el Buró Político, que antes de
constituirse la Asamblea Nacional convocó a un pleno del Comité Central
para sellar la jugada.
La cubanología adocenada sublima el ascenso de Díaz-Canel con que su
fuente de autoridad es «meritocrática, no histórica ni dinástica». Esta
amalgama contradice hasta del sentido común, sobre todo al remacharse
con que Díaz-Canel habría conseguido «abrir una línea de sucesión
institucional». Tal línea se abrió desde que la constitución socialista
(1976) instituyó al primer vicepresidente como sustituto del Jefe de
Estado y Gobierno «en caso de ausencia, enfermedad o muerte» (Artículo 92).
Así se mantiene (Artículo 94) en la Constitución reformada (2003). Por
sucesión institucional vino ya el «político civil» Machado Ventura, sin
apellido Castro, aunque tan viejo como ellos. Nada esencial cambia
porque Díaz-Canel sea más joven. Sólo como remendón del cartel político
despistado No Castro, no problem pueden amalgamarse la familia Castro y
un problema generacional como esencia del castrismo.
Díaz-Canel no consiguió abrir nada, sino que fue investido por el grupo
político de Fidel Castro. Si lo fue por calidad «meritocrática», no hay
mérito sin instancias que lo reconozcan y resulta que son las mismas
instancias que antes reconocieron como primer vicepresidente a Machadito
y a Raúl Castro: el único partido y su parlamento.
No tiene sentido amalgamar a Díaz-Canel con el vicepresidente Carlos
Lage y otros cuadros más jóvenes (Roberto Robaina, Carlos Aldana, Felipe
Pérez Roque) que no pudieron llegar con Fidel adonde llegó Díaz-Canel
con Raúl, porque la razón suficiente nunca dependió de ninguno de ellos,
sino del calendario.
Y para saber bien de qué estamos hablando, la historia no es fuente de
autoridad. Hay asaltantes del Moncada y veteranos de la Sierra o del
Llano que nunca llegaron a nada. Tampoco hay fuente de autoridad
dinástica si no consta derecho por nacimiento. Hasta el primogénito de
Fidel Castro quedó por el camino y sólo por los mentideros de ultramar e
Internet corre que tal hija o hijo de Raúl son sucesores designados.
El ser y el tiempo
Al menos desde el VI Congreso (2011), el único partido manejaba limitar
el desempeño de los cargos políticos y estatales fundamentales a dos
períodos consecutivos de cinco años. El anuncio de que así se fijará
constitucionalmente se percibe ahora por el anticastrismo intelectual
para sí mismo como indicio «de una reforma política en Cuba, que en
pocos años podría modificar aspectos claves del funcionamiento del
partido único y el Estado socialista».
La obsesión cubanológica con modelos y más modelos para Cuba conduce
también a endilgar a esta limitación constitucional ciertos atributos
ajenos a la esencia del castrismo, como eludir «una de las señas de
identidad del chavismo» [como si Castro no hubiera dado esa seña antes
de que Hugo Chávez pensara ser paracaidista] o avanzar «hacia una mínima
estandarización del sistema político cubano dentro de las democracias
latinoamericanas», que incluso «acercaría a Cuba a la tradición del PRI
en México».
Antes que por estas y otras sonseras comparativas, el ser primero del
castrismo se guía por el instinto de conservación en el tiempo, que Raúl
Castro reveló ejemplarmente al encarar tanto al me-creo-ideólogo Carlos
Aldana [«Aldana ambicionaba convertirse en el Gorbachov de Cuba. Yo lo
sabía y un día, delante de él, dije que si en Cuba salía un Gorbachov
había que colgarlo de una guásima»] como al me-creo-canciller Roberto
Robaina [«No voy a permitir que gente como tú jodan esta revolución tres
meses después de que desaparezcamos los más viejos»].
Así que «limitar a un máximo de dos períodos consecutivos de cinco años
el desempeño de los principales cargos del Estado y del Gobierno, y
establecer edades máximas para ocupar[los]», como adelantó Raúl Castro
en la sesión constitutiva de la Asamblea Nacional, guarda estricta
correspondencia con otro planteo estratégico suyo, anterior incluso a la
crisis intestinal de Fidel Castro: «El Comandante en Jefe de la
Revolución Cubana es uno solo, y únicamente el Partido Comunista, como
institución que agrupa a la vanguardia revolucionaria y garantía segura
de la unidad de los cubanos en todos los tiempos, puede ser el digno
heredero de la confianza depositada por el pueblo en su líder» (San José
de las Lajas, junio 14 de 2006).
Sin necesidad de «un eventual referéndum» —cosas más sustanciales se
aprobaron ya en 1992 por votación nominal en la Asamblea Nacional— la
reforma constitucional para limitar edad y reelección en «los
principales cargos» cancelará la posibilidad de que algún futuro jefe de
Estado y Gobierno se crea que es la segunda venida de Fidel Castro.
Según su hermano menor, ambas jefaturas proseguirán fundidas para
preservar «la continuidad y estabilidad de la nación», pero quien venga
a ocuparlas no podrá prorrogar poderes sin arrear primero con otra
reforma de la constitución. A tal efecto requeriría el apoyo de dos
tercios de los diputados a la Asamblea Nacional, que Fidel y Raúl Castro
presuponen muy difícil de conseguir sin el respaldo de uno de ellos.
Circulación de elites y partido único
Para guardar las apariencias de cubanología suelen plantearse también
problemas ficticios, como qué efecto tendría «la coexistencia de una
clase política que circula y se renueva, gracias a la reelección
limitada, y un partido único que persiste en autodenominarse comunista».
Pues ninguno. Las elites gobernantes seguirán circulando conforme a los
criterios meritrocráticos del único partido y su parlamento: desde la
lealtad hasta la eficiencia.
No será por reforma que el castrismo transite «del partido único al
partido hegemónico». Así dejaría de ser castrismo. Mucho menos sucederá
como consecuencia de que las venideras elites gobernantes en Cuba —aun
con líderes por turno— se avergonzarán de que los rasgos esenciales del
régimen «se vean como lastres totalitarios» por el resto de América
Latina. Tampoco se propiciará la desaparición del castrismo con «mayor
contacto directo con las democracias y los Estados de derecho vecinos».
En el contexto de la globalización, la integración regional se rige por
imperativos de mercado y no por la orientación político-moral de los
sujetos estatales.
Problemas de legitimación
Sin embargo, la integración de Cuba a Latinoamérica se valora por el
anticastrismo intelectual para sí mismo hasta como facilitadora de las
«garantías constitucionales y penales para el ejercicio de una oposición
pacífica», ya que así se preservaría también «la paz social en la Isla».
Solo que para esto no hace falta dar riendas legales a la oposición
pacífica, que por ser así no amenaza ni siquiera la tranquilidad pública
ni podrá hacerlo si dejara de ser pacífica.
Desde las guerras de independencia, el pueblo cubano viene encaramándose
en el carro político que da indicios racionales de poder ganar la
carrera. El almendrón en que viajan disidencia, oposición, resistencia o
como se llame dista mucho de ser atractivo, porque sus conductores y
pasajeros no han arrancado jamás una sola concesión a la dictadura
castrista. Ningún pueblo sigue en masa a las víctimas.
El anticastrismo para sí mismo suena todavía la matraca del modelo chino
con que el régimen castrista desconoce a «una oposición legítima», pero
resulta que la oposición pacífica confunde la lucha por la democracia en
el plano horizontal (derechos humanos) con la lucha en el plano vertical
(gobernantes arriba y gobernados abajo), que ya sólo puede darse por la
fuerza del número. Jamás ningún proyecto de la oposición pacífica ha
logrado capitalizar siquiera el 5 % no ya del electorado, sino de la
propia contra electoral participante (boletas en blanco o anuladas), que
en las dos últimas décadas ha oscilado entre 313 mil y 552 mil votantes.
Coda
Sin oposición legítima —ni por fuerza de número ni por estrategia
racional— la transición «inevitable» a la democracia en Cuba deja de ser
cuestión política para convertirse en cosa de iglesia. Y como nadie sabe
si el Mesías del anticastrismo triunfante vendrá de alguna futura
disidencia o de las entrañas del propio régimen, lo único que cabe
advertir es que ese Mesías tiene que venir también como vencedor del
Anticristo para que la reforma política no sea mera transfiguración.
http://www.cubaencuentro.com/opinion/articulos/anticastrismo-intelectual-y-reforma-politica-en-cuba-283631
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