En el árbol dinástico de la revolución
ANTONIO JOSÉ PONTE 05/09/2011
Un conocido mío recibió hace unas semanas un mensaje de Roberto Robaina.
Ambos no habían coincidido nunca, no habían sido presentados, no tenían
amigos en común, pero el excanciller cubano inauguraba un restaurante
propio en La Habana y le enviaba (a él y a una larga lista de correos
electrónicos) publicidad del sitio.
Robaina fue destituido de su cargo diplomático en 1999. Tres años
después lo expulsaron "deshonrosamente" del Partido Comunista. Le
imputaron deslealtad y corrupción. Supuestamente, se había beneficiado
de contactos con empresarios extranjeros, recibió dinero del gobernador
de Quintana Roo (encausado más tarde por relaciones con el cártel de
Juárez) y se acercaba más de lo conveniente a su homólogo español Abel
Matutes. Fue acusado de promocionarse a sí mismo como candidato para una
transición.
No llegó a la cárcel, pese a todo lo anterior. Le impusieron la
administración de un parque metropolitano. Y fue por esa época que
trascendió su interés por la pintura. Pintaba desnudos femeninos,
girasoles, bichos, abstracciones. Celebró una exposición en Buenos
Aires, y cuadros suyos pasaron por galerías de España y de Miami con
cierta suerte. La de quien no tiene que convencer como artista, pues
despierta morbo o piedad. Para su pintura aparecían compradores igual
que hay coleccionistas para la artesanía hecha por presos.
El excanciller se convirtió en artista, no tanto por vocación como por
oportunidad. Comerciar con galeristas extranjeros era de las pocas
permisividades que el Gobierno dejaba a la iniciativa propia.
Autorizadas más tarde algunas ocupaciones independientes, no dudó en
abrir un restaurante. Y, en caso de ensancharse la libertad económica,
aspiraría a una empresa mayor. Llegaría a canciller por cuenta propia.
Varios cuadros suyos adornan (es un decir) las paredes del nuevo
restaurante habanero. "Excelente coctelería, exquisita selección de
tapas y cálidos desayunos", promete la publicidad que ha puesto a circular.
Michael Dweck, fotógrafo estadounidense, autor de un libro de culto
dedicado al surf, viajó a La Habana en 2009. Allí pensó encontrar lo que
tenía visto en tantos libros y documentales: ruinas, autos viejos,
músicos de Buena Vista Social Club. No obstante, la invitación a cierta
fiesta le permitió acceder a un mundo muy distinto. Tuvo la suerte de
dar con un grupo de noctámbulos cuya amistad cultivaría en viajes
posteriores. Eran, según su catalogación, artistas, modelos, cineastas,
escritores. Gente elegante, sofisticada y talentosa.
Por su aspecto podían confundirse con quienes fiesteaban a esas mismas
horas en las playas de Miami. Utilizaban la tecnología de comunicaciones
más moderna. No escatimaban en fondos para la diversión. Dweck se
asombró de que una sociedad sin clases produjera una pandilla así. No
pudo abstenerse de fotografiarlos y de componer con sus retratos un
libro: Habana Libre (Damiani Editore).
"Para sorpresa de buena parte del mundo, y principalmente de Estados
Unidos, hay felicidad en Cuba", escribió en el prólogo. Al menos él
había encontrado felicidad en sus amigos cubanos, y apostaba por ellos
para el momento en que el país se abriera al mundo.
A ese momento aludía la contraseña con que los miembros de aquel grupo
se daban cita en bares, inauguraciones y desfiles de moda. Al inicio de
cuanto mensaje intercambiaban aparecía "PMM", siglas de "Por un Mundo
Mejor". Se trataba, más que de una contraseña entre conspiradores, de la
divisa del grupo. Reclamaban con ella un mundo con fiestas más
rutilantes, donde la frecuentación del placer no supusiera riesgo
político y no se vieran condenados a esconder el lujo.
El libro de Dweck incluye entrevistas con algunos de los fotografiados:
Alejandro Castro Soto del Valle y Camilo Guevara ofrecen sus
declaraciones. Hijo de Fidel Castro uno y de Ernesto Che Guevara el
otro, son compinches de parranda como sus viejos lo fueron de guerrilla.
(Debió ocurrírsele a ellos la contraseña que utilizan. "Por un Mundo
Mejor" es la traducción al blackberriense del "Hasta la victoria
siempre" de Guevara padre).
En una imagen de promoción del libro, Alejandro Castro abraza a dos
modelos negras. En otra, Camilo Guevara pareciera estar sentado ante una
mesa de juego. El mundo mejor que ambos procuran no es precisamente el
que prometieran y dejaran incumplido sus padres, sino el interrumpido
por estos. Michael Dweck parece haber hecho en La Habana de hoy lo que
Bruce Weber en Miami (la edición italiana de Vogue publicó su diario).
En lugar de Chita Rivera, Richard Amaro, Nati Abascal y María Conchita
Alonso, un puñado de herederos revolucionarios.
Claro que a lo largo de estos cincuentitantos años de régimen
revolucionario no han faltado hijísimos viviendo sus privilegios por
encima de la pobreza general. Pero estaban obligados a mayor discreción.
Pasaban lo más de incógnito posible con tal de no desmentir un discurso
político que insistía en el igualitarismo y en el ascetismo regenerante.
Algo parece haber cambiado ahora, cuando un hijo de Fidel Castro y un
hijo de Guevara permiten a un fotógrafo estadounidense tomar
instantáneas de sus juergas y hacer de ellas un libro. Algo ha cambiado
cuando los dos aceptan ser entrevistados para ese volumen. Rompen,
innegablemente, el pacto tácito con sus mayores. ¿Qué los ha empujado a
correr tanto riesgo?
Quizás no soportaron más la fiesta constreñida. Necesitaron explayarse,
alardear, anunciar en medio de la plaza (como en el poema de Rimbaud) el
deseo de que ella (la acompañante de esa noche) sea reina. Se habrán
creído los protagonistas de una revista ¡Hola! por fundar el
empresariado de un capitalismo a las puertas. El libro de Michael Dweck
equivale, para el grupo, al anuncio puesto a circular por Roberto Robaina.
Castro Soto del Valle y Guevara se han dejado retratar en nombre de sus
derechos dinásticos. Mientras varios primos y hermanos gobiernan
instituciones conocidas, ellos no tienen mando alguno. Figuran en la
vida nocturna sin más. Creen merecer sus privilegios sin pasar por la
excusa del nepotismo, sin coartada. No pretenden puestos en un
organigrama, sino sus sitios incanjeables en el árbol dinástico de la
revolución.
Y, así como Robaina mandó aviso de su negocio a una lista de correos,
los dos herederos y sus amigos se han plantado ante el fotógrafo cuyo
libro circulará por todo el mundo. Procuran de este modo atraer
invitados a sus fiestas: empresarios extranjeros, probables
inversionistas, clientes de los cuales sacar tajada, socios con los que
intercambiar mensajes acerca de un mundo mejor... El libro de
fotografías de Michael Dweck se publicará dentro de un par de meses. The
New York Times le ha dedicado ya un artículo. La suerte inmediata de
Alejandro Castro Soto del Valle y de Camilo Guevara, su caída o no en
desgracia, podrá decirnos mucho acerca de la naturaleza de los cambios
en Cuba.
Antonio José Ponte es vicedirector de Diario de Cuba.
http://www.elpais.com/articulo/opinion/arbol/dinastico/revolucion/elpepiopi/20110905elpepiopi_4/Tes
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