Siluetas intelectuales: el castrismo cultural
Ningún país tiene derecho a descargar por tanto tiempo sus faltas en el
gobernante
Miguel Fernández-Díaz, Miami | 19/05/2011
En algún lugar dijo Marx que si una nación se avergonzara de sí misma,
semejaría un león que se recoge antes de saltar. La vergüenza nacional
sería premisa del salto para revocar la revolución de Fidel Castro, que
cristalizó en el castrismo; sin embargo, las siluetas intelectuales
circulan para persuadir de que no hay de qué avergonzarse. Manuel Cuesta
Morúa acaba de proferir el último grito de esta moda: el "castrismo
cultural", que conecta "rasgos de comportamiento, mentalidad, visión y
estilos de vida (con) la Galicia rural". Así, el castrismo sería pura
salación gallega y se consuma en teoría el espejismo que hacia 2009
concitó emprender la campaña "Cien mil firmas por la propiedad" como
iniciativa "jurídica, no política".
Tras velarse este ademán práctico con el misterio de lo incumplido, el
ardid teórico estriba en endilgar al castrismo un adjetivo superfluo. No
solo porque cultura es todo lo que no es naturaleza, sino porque Jorge
Mañach aclaró ya, al largar su "Discurso en el homenaje ofrecido por
obtener la cátedra de Historia de la Filosofía", que "hacer cultura es
entre nosotros, como siempre, un modo de hacer política; hacer política
es también, hoy más que nunca, un modo de hacer cultura" (Acción,
diciembre 25 de 1940).
Mitología gallega
El castrismo cultural, no político, desfila por la pasarela de los
estudios culturales como algo extraño a la nación cubana y oculta así la
mala entraña nacional que dio pie a la cristalización de la revolución
de Fidel Castro en régimen totalitario. Sus rasgos están bien definidos:
monopolio de las armas y de los medios masivos de comunicación,
dirección centralizada de la economía y represión política, partido
único e ideología oficial (Cf.: Friedrich, Carl y Zbigniew Brzezinski,
Dictadura totalitaria y autocracia, 1956). Para que el Estado
totalitario castrista y su pareja sistémica: la economía, colonicen por
más de medio siglo a la nación cubana, el nudo castrismo no puede menos
que tener agarre y arrastre en ella.
Para capear el aguacero de hechos que acortan la distancia desde Galicia
hasta La Habana, el castrismo intelectual abre el paraguas de la rara
historia que nadie nunca supo: "En la década del 50 del siglo pasado,
cuando este proceso de la nación cultural está a punto de cuajar, e
incluso cuando ya la burguesía cubana se da cuenta de que es importante
ser nacionalista, aparece con fuerza hegemónica el castrismo cultural:
la versión menos cubana de la hispanidad gallega". Aparte de que la
burguesía cubana se dio cuenta mucho antes de la importancia de ser
nacionalista —al menos desde la presidencia de José Miguel Gómez—, no
puede tragarse que la "nación cultural" venía llegando y un guajiro
descendiente de inmigrante gallego en Birán salió de repente a malograr
el cuajo. Fidel Castro adquirió casi todas sus mañas culturales en la
Universidad de La Habana (UH), entre ellas una pistola belga de 15
tiros. No en balde contó a Ignacio Ramonet (Biografía a dos voces, 2006)
que, al día siguiente de caer aparatosamente en Santa Clara (octubre 20,
2004), "lo primero que quise ver fue si mi brazo tenía fuerza para
manejar esa arma que yo siempre usé. Esa que está al lado de uno. Moví
el peine, la cargué, le puse el seguro, se lo quité, le saqué el peine,
le saqué la bala y dije: Tranquilo".
Para colmo el castrismo cultural es otro avatar del destino manifiesto:
la nación cubana habría malogrado su identidad porque Fidel Castro,
aunque hubiera querido, no podía aprehender "la cubanidad como cultura".
En la Cuba de1926 la inmigración retarda "el proceso endógeno de
cimentación cultural y pasma abruptamente el ajiaco del que mucho
escribió el etnólogo cubano Fernando Ortiz". Lo pasmoso es que Ortiz no
abundara en este singular ex abrupto. Que Fidel Castro haya nacido en
Birán tan gallego como niño trasno predestinado a can do Urco, tiene que
ver mucho con Ortiz, pero no por el ajiaco, sino por "el credo del
Guacamayo", que Ortiz acuñó para designar la tesitura intelectual facilista.
Diez atajos a la nada
Nada más fácil de manipular que los rasgos culturales. Toda la
cacharrería teórica del castrismo cultural se reduce a enlazar cierta
fisonomía barata del castrismo con el accidente gallego y, por
extensión, español. No hay que sudar mucho la camiseta para lucubrar
tales enlaces. Fidel Castro dijo también a Ramonet que en Birán lo
regañaban "por andar comiendo maíz tostado en el barracón de los
haitianos". La rima haitiana siguió tras mudarse, a los seis años, para
casa de la maestra Eufrasia Feliú en Santiago de Cuba. Por este hilo se
puede llegar al animismo y explicar por qué Ramiro Valdés soltó a Tad
Szulc (junio 5, 1985): "Fidel es brujo, brujo, brujo". Mucho más podría
tramarse sobre Fidel Castro a partir de la relación del negro de
ascendencia haitiana con la sierra, pero vayamos a los rasgos propuestos
del castrismo cultural.
1. La concepción burocrático-militar del Estado sería algo "típicamente
hispánico (y) contrario a los orígenes cívicos del proyecto de nación".
Aquí se suplanta ya la nación real con otra mitológica, imaginada como
proyecto tan cívico que jamás encarnó, por culpa de los mismos cubanos.
Tal y como revela el Diario perdido (1992) de Carlos Manuel de Céspedes,
la primera república en armas (1968-78) era ya tan burocrática (su
Cámara de Representantes fue pródiga en trabas al Presidente y al
Ejército) como militarista (se complotó con el general Calixto García
para asegurar con bayonetas la deposición de Céspedes). Ni qué decir de
la segunda (1895-98): desde la asamblea de Jimaguayú, donde no hubo
referencias a José Martí, se frustró su proyecto de liberación nacional
y emergió el gobierno leguleyo que tanto temía (Cf.: Armas, Ramón de,
"La revolución pospuesta: destino de la revolución martiana de 1895",
Pensamiento Crítico 49-50, febrero-marzo 1971).
2. La visión rentista del Estado y de la sociedad se presume "ajena al
núcleo cultural de Cuba", como si los anteojos no hubieran sido
manufacturados en la república poscolonial: hacia fuera con empréstitos
extranjeros y hacia dentro con cambios de vergüenza por dinero (Cf.:
"Carta abierta de Eduardo Chibás a Carlos Prío", Bohemia, mayo 8 de 1949).
3. La estrechez en la visión del mundo tendría "que ver la educación
jesuítica (y el) espacio rural infinito, poco poblado y sin confines
claros". Fidel Castro salió de Birán para Santiago a los seis años y en
lo adelante sólo regresaría de vacaciones. La maldición del terruño pasa
por alto el colegio salesiano (1934-39) para afincarse en los colegios
jesuitas de Dolores (1939-42) y Belén (1942-45), que remacharían el
castrismo cultural como "algo más primario y de algún modo peor que la
intolerancia", ya que ni siquiera concibe al otro. Queda entonces sin
explicar cómo pudo arreglárselas Fidel Castro para establecer y
preservar su dictadura, que presupone no solo concebir al otro —al menos
como enemigo—, sino conocerlo muy bien para subyugarlo con las fuerzas
clásicas del milagro (hacer su revolución frente a EEUU), el misterio
(anticipar las acciones del contrario y hasta aprovecharlas) y la
autoridad (no precisar ningún cargo para imponer su voluntad por
cualquier razón y en contra la voluntad de los demás).
4. El antinacionalismo se definiría ejemplarmente con Fidel Castro como
"el último español decimonónico de la Cuba cultural y política". La
prueba sería que niega a Martí "en dos puntos esenciales: el
republicanismo cívico y el rechazo a los militares". Este par fue negado
también por muchos líderes cubanos —verbi gratia, Antonio Maceo—sin
merecer aquella tacha. Fidel Castro último indica ya una serie, que no
tendría por qué darse de 1899 en adelante, salvo que otros cubanos
allanaran el camino. Así mismo se desliza que "un pulso mundial con EE
UU en otras tierras del mundo (no tiene) antecedentes en el proyecto de
Cuba como nación", como si no mediara tan solo un pasito entre ese
pugilato titánico y la noción romántica martiana de Cuba como ombligo,
digo: "crucero del mundo" (Manifiesto de Montecristi, marzo 25 de 1895)
y su independencia como medio para el fin sublime de "impedir a tiempo"
el avance de EEUU en América Latina. Transpolar la guerrilla
castro-guevarista al subcontinente era solo cuestión de tiempo y recursos.
5. La libertad aristocrática y su origen rural conectarían a "Hernán
Cortés con el castrismo" para enseguida ubicarlo en "la hacienda en
medio del espacio vacío, la imaginación destructiva, la productividad de
los otros y la frontera difusa". Nada de eso tiene que ver con Cayo
Confites, donde Fidel Castro aprendió "cómo no se debe organizar algo
(y) cómo escoger a la gente". Ni con el delirio habanero post-Machado de
grupos revolucionarios, que certifican el castrismo como "un líder en
busca de un movimiento, un movimiento en busca del poder y un poder en
busca de una ideología" (Cf.: Draper, Theodore, Castrismo, teoría y
práctica, 1966).
La tentativa de dar gato de castrismo aristócrata y rural por liebre con
pelaje cultural soslaya que Luis Ortega expuso ya "Las raíces del
castrismo" (10 años de revolución cubana, 1970) como derivación en
derechura del radicalismo político violento, que arraigó entre cubanos
hacia 1931 con el ABC, al cual se afiliaron figuras de talla cultural
como Mañach, Francisco Ichaso y Alejo Carpentier. Esa tendencia tuvo dos
apóstoles: Fulgencio Batista (vivo e institucional) y Antonio Guiteras
(muerto y clandestino). Castro admite que el parto de su revolución en
el asalto al cuartel Moncada (julio 26, 1953) reciclaba la rebelión de
los sargentos —todos los asaltantes iban uniformados como tales— en
virtud del "antecedente muy único y nítido en la República de Cuba"
(página 154) que había sentado Batista (septiembre 4, 1933). Por el
Moncada andaba también el fantasma de Guiteras, quien planificó su
alzamiento contra Machado con la toma del cuartel de San Luis (abril 29,
1933).
Castro trasplantó la dinámica de la pandilla urbana Unión Insurreccional
Revolucionaria (UIR), comandada por Emilio Tro, a la guerrilla rural.
Tro deliraba —sin despegar el dedo del gatillo— con que la justicia
tarda, pero llega. Dejó así su impronta en Fidel Castro y el castrismo:
nada de aristocracia, sino fidelidad pandillera al jefe máximo; nada de
origen rural, salvo que Fidel Castro aprendió a tirar muy bien en los
campos de Birán con la argucia de que las auras tiñosas se comían los
sembrados.
6. La estética del poder asociada a la libertad aristocrática.
Descartada esta última no cabe abordar la primera, que como foco
delirante de los estudios culturales anda ya por interpretar por qué
Fidel Castro convaleciente cambia de marca del atuendo deportivo, usa
camisa de cuadros o se aparece en la escalinata de la UH con una
estrellita en la gorra.
7. La cultura oral se endilga con la pregunta en pose retórica de "por
qué no hay un texto fundamental escrito desde el castrismo cultural con
toda su pretensión fundadora". Así se corre la misma suerte de
Chacumbele, porque tal ausencia sería cubanísima: unos de los vacíos de
la nación es precisamente la falta de un texto sagrado (Cf.: Ichikawa,
Emilio, Orestes Ferrara y la contemporaneidad, 2004).
8. El control por encantamiento para destruir al ciudadano. Se dice que
con ¡Viva Fidel! Cuba regresa "al siglo XIX para destruir las
estructuras de la política moderna y reproducir el esquema medieval de
soberano y vasallo". No hay que ir tan atrás ni tan lejos como a España:
Machado y Batista gozaron del mismo encanto en la Cuba del siglo XX y
animaron por igual semejante guataquería. Para eludir esta vergüenza
nacional, la imaginación sociológica sobrepuja a Italo Calvino con la
masa demediada: "Los fenómenos de masa en Cuba responden a los espacios
de la cultura, no a la política: la mayoría escuchando la misma música,
utilizando las mismas modas y reproduciendo el mismo lenguaje
estandarizado". Ocho millones y pico firman por el socialismo
irrevocable de Fidel Castro y no aparecen cien mil a favor de la
propiedad. Así desembocamos en un proyecto de nación tan cultural que ni
siquiera tiene gente para llevarlo a cabo. El castrismo cultural asevera
que el pueblo se reduce a plebe por su identificación "con la figura
emblemática del poder, la legitimación pública del lenguaje vulgar y la
legitimación natural de que los de arriba deben comer mejor y distinto".
Así son muchísimos cubanos.
9. El tipo, el concepto y la concepción de la familia vendría también de
la salación que empata la finca de Manacas (Birán) con la aldea gallega
de Láncara. Se dice que el "modelo patriarcal y de mayorazgo (del hijo
mayor) va contrario a la historia política de Cuba, según la cual son
los padres los que siguen a los hijos adultos y no al revés". Nada de
esto encaja ni con Céspedes ni con Martí ni con muchos otros, incluso
Fidel Castro. Tampoco es cierto que el castrismo cultural "recupera la
pena de muerte como castigo civil, cuando esta había estado ausente del
contrato republicano inicial como distinción humanística frente a las
prácticas jurídicas de la España del imperio". La pena capital no se
refrendó —como otras muchas cosas— en la breve constitución de Guáimaro
(1869), pero no hubo tal distinción: era perfectamente legal y se
aplicaba hasta ilegalmente por los mambises. Céspedes se avergonzó
(noviembre 27, 1873) de llamarse cubano por causa de que Jesús Rabí y
otro jefe, con aprobación del Gobierno, mataron en Guisa cubanos "a
machetazos sin forma de juicio".
La cosa no cambiaría en la segunda vuelta de la república mambisa.
Fermín Valdés Domínguez describe en su Diario de soldado (1972-74) cómo
Maceo ordenó colgar de una guásima a una negra vendedora de dulces por
delatar a los españoles el campamento mambí. Al partirse el gajo con el
peso de la condenada, mandó a machetearla. En todo caso la pena de
muerte se recuperó antes de nacer Fidel Castro. La constitución de
posguerra (1901) dispuso "No podrá imponerse, en ningún caso, la pena de
muerte por delitos de carácter político" (Artículo 14). Y por lo demás,
el quid no radica en el papel. Si los independientes de color
infringieron la ley por formar partido racial, su delito habría sido
político y aun así terminaron masacrados (1912) a pesar de la clara
letra constitucional. Para la década en que "la nación cultural está a
punto de cuajar", la pena de muerte extrajudicial campeaba por sus respetos.
10. La negación absoluta del hombre cívico pasaría por la educación
jesuita, que inculca "el pesimismo cristiano sobre el hombre después de
La Caída". A esto se sumaría el carácter metafísico de la revolución
cubana, que sería tan solo "concepto taumatúrgico en boca y en manos
(de) Fidel Castro". Tantas vueltas por "la vieja España catolizante"
para volver al punto de que la revolución cubana es la revolución de
Fidel Castro… ¡y no darse cuenta de que, por tanto, Fidel Castro hace
con ella lo que le venga en ganas! Es falacia de petición de principio
sostener que el castrismo "es, pese a su medio siglo, bien extraño a
Cuba", porque ningún país tiene derecho a descargar por tanto tiempo sus
faltas en el gobernante. Y bajarse de paso con que "asociar el destino
de la nación con un individuo" no se había producido "nunca antes" se
aleja demasiado de una nación que viene girando hace más de un siglo en
torno a Martí.
Malestar de la cultura
El castrismo cultural cree que opera "en términos de identidades
profundas" por abordar la sequía "de ritmos musicales" en Cuba, la
impotencia de "la Esparta tropical (frente a) una mentalidad gozadora" y
que un matancero del siglo XIX sería "el primer travesti" en este
hemisferio. Todo para presentar al castrismo como "forzada invención
histórica del último medio siglo", que no tiene de donde agarrarse
culturalmente para su legitimación.
No es lícito tildar primero de premoderno al castrismo y coger después
por los pelos el "velo de ignorancia" de John Rawls y el "diálogo" de
Jurgüen (sic) Habermas para urdir la solución del problema de
legitimación con arreglo a "la planta cultural cubana" y con ánimo "de
desplazar el poder y la legitimidad hacia abajo". En la modernidad solo
tienen fuerza legitimante las premisas y reglas comunicativas que
señalan si el pacto social se acordó entre personas libres e iguales o
es mero consenso forzado o contingente. Nada ver que con "plantas
culturales" que prescriban determinada identidad común y certifiquen
contenidos, sino con las condiciones formales de la justificación del
orden político. Tal es el sentido del "velo de ignorancia" de Rawls, que
como idea regulativa se puede rastrear hasta el estado de naturaleza de
Thomas Hobbes (Cf.: Jürgen Habermas, "Problemas de legitimación en el
Estado moderno", Merkur, XXX, enero de 1976).
Amén de que hasta Juan Jacobo Rousseau sabía que nunca hubo ni habrá
jamás una verdadera democracia de abajo arriba, Habermas deja claro que
el diálogo por sí mismo nada garantiza: "la libertad decae sin las
iniciativas de una población acostumbrada a la libertad" (Cf.:
Facticidad y validez, 1992). A falta de tradiciones de libertad, como
consecuencia del orden político castrista, el castrismo cultural no
puede generarlas con ningún proyecto de nación. Al menos los rasgos del
totalitarismo indican por dónde deben ir los tiros: suprimir el régimen
político de partido único, abrogar el delito de Propaganda Enemiga y así
en sucesión. El castrismo cultural no tiene salidas prácticas. Desde su
perspectiva lo único que revocaría el castrismo sans phrase sería viajar
en el tiempo al otoño de 1899 e impedir que Ángel Castro Argiz aborde en
La Coruña el vapor francés Mavane con destino a —como decía ese gallego
maléfico— la "Isla de los Asombros".
http://www.cubaencuentro.com/cuba/articulos/siluetas-intelectuales-el-castrismo-cultural-263015
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