El castrismo cultural (IV)
Este artículo es la cuarta y última parte de una serie de cuatro sobre
un proceso que el autor considera ha intervenido en la formación de la
nación cubana
Manuel Cuesta Morúa, La Habana | 17/05/2011
Termino esta saga, que espero no haya resultado aburrida, relacionando
otros rasgos interesantes del castrismo cultural que merecen ser
explicados en relación con nuestra identidad en formación. El castrismo
cultural es refractario a la pluralidad, no le gusta la música ni le
interesa el baile, y quiso imponer, contra todas las evidencias de la
vida cotidiana y nocturna, la idea del sacrificio como estilo de vida en
una cultura apabullantemente hedonista. De ahí que me haga dos preguntas
relacionadas: ¿por qué Cuba se seca como fuente de ritmos musicales a
partir de los impactos culturales que retornan con el castrismo?; y,
¿por qué la Esparta tropical no pudo destruir una mentalidad gozadora?
Es bueno saber que el danzón surge en Cuba, es reconocido como el baile
nacional, pero pertenece más en México. Es útil también conocer que el
primer travesti de que se tiene noticia en el hemisferio occidental fue
un cubano matancero del siglo XIX. ¿Cómo entender esto? Otra pregunta
abierta en términos de identidades profundas.
Sigue en pie, por esto, la siguiente certeza: la cubanía ha molestado
profundamente al castrismo cultural. A pesar de las ficciones
identitarias. La historia ejemplar, el folklore, la restauración de
monumentos, la literatura de los muertos, el ballet clásico y la música
sensual dan la impresión de que se vive un resurgimiento sin precedentes
de lo cubano. ¿Pero dónde quedan el pensamiento, los valores, la
mentalidad, el concepto profundo de la nación en el sentido de los
sacramentos: el signo visible de algo invisible? Entre historia de los
grandes acontecimientos, cultura inerte y cultura corporal, estamos
frente a ese tipo de realidad en la apariencia que engaña. Sobre todo a
los organismos de las Naciones Unidas.
Esa cultura que hoy se rescata, solo parcialmente, fue en su momento la
viva expresión del proceso profundo de las pautas culturales en el
sentido de los valores, estilos de vida, filosofía, mentalidad y
pensamiento. De hecho la misma necesidad del rescate indica el
debilitamiento o la muerte de las corrientes subyacentes que fueron y
son constantemente negadas por el castrismo cultural. ¿Por qué este no
ha producido nada estéticamente serio como expresión de sus propios
valores? ¿Hay estética perdurable sin pensamiento?
Estas preguntas nos devuelven a un punto básico en la forzada invención
histórica del último medio siglo: la aristocratización impuesta a la
vida política cubana. Negación completa de todos los esfuerzos
históricos para crear una propia civilización cubana con base en el
republicanismo, la pluralidad cívica, la diversidad cultural y el
sentido de riqueza creada.
La aristocracia cubana, que podía reclamar una continuidad histórica con
España y que compró títulos en algunas capitales europeas, se suicidó
conscientemente como clase cuando apoyó la Constitución de Guáimaro: la
primera de nuestras constituciones republicanas. Ella abandonó
gradualmente los títulos y conservó los modales. A partir de ese acto
fundacional, la aristocracia como grupo se hace cada vez más extraña al
cuerpo cultural de la nación, que lo rechaza sin muchos miramientos. El
escritor cubano Jorge Mañach se conmovió ante el choteo creciente de los
cubanos, sobre todo frente a la solemnidad y artificialidad de los
títulos. Incluso, este choteo alcanza a los buenos modales cuando estos
se muestran rígidos y engolados. Y desde otra perspectiva, la historia
de la arquitectura cubana testifica este proceso.
Por esa razón, el regreso de la aristocracia en Cuba tenía un solo
camino para establecerse: la guerra como esencia y fundamento de la
sociedad. Pero esta nueva aristocracia confronta tres problemas: la
ausencia de tradición, su incompatibilidad con la nación cultural y la
falta de guerras concretas. Mientras estas últimas fueron posibles
—recordemos que nuestra aristocracia guerrera se comprometió en el siglo
pasado a liberar a todo el mundo conocido hasta entonces― se pudo
alimentar y casi legitimar esta aristocracia en la medida en que los
cubanos participaron de esta grandeza de imperio. Pero las guerras
cubanas por el mundo, a pesar de que nunca tuvieron un real sentido, hoy
ya no tienen posibilidades. Y entonces nos encontramos frente a una
aristocracia guerrera que no tiene justificación, sentido ni viabilidad
en el proyecto de nación.
Esto pone más de relieve su incompatibilidad de fondo con la nación
cultural. Si nuestra aristocracia guerrera no puede reproducirse como
clase en su interior, si su gestión y capacidades no sirven a la gestión
moderna de una sociedad que exige cada vez más dispositivos flexibles y
de naturaleza civil y cívica, y si su gestualidad sin funciones
concretas invitan a la indiferencia de una sociedad cada vez más
informal y posmoderna, ¿qué legitima la existencia superflua de una
aristocracia militar? Parece que la amenaza de una guerra con Estados
Unidos. Sin embargo, ni siquiera esto la legitima. Para ello, esta
amenaza debería ser una posibilidad de guerra perpetua. Algo que se nos
ha vendido, por cierto, como la realidad intrínseca a nuestra condición
nacional. Pero, más allá de esta necesidad acariciada de guerra
perpetua, la aristocracia guerrera se agota en su primera condición: la
reproducción de su biopoder. Excepto en la familia dinástica.
E interesante, la familia dinástica de los Castro es la única, la
primera y la última que intenta dar cuerpo a la aristocracia en una
dirección distinta a sus orígenes guerreros. Es decir, la única, la
primera y la última que otorga títulos, beneficios, lugar y poder, todo
al mismo tiempo, por el mero hecho del nacimiento. Y como en toda buena
aristocracia, todas estas licencias se dan con independencia de méritos,
función y capacidades.
Este desplazamiento de orígenes está muy conectado con otro fenómeno
sociológico creciente: una elite de nuevos ricos en el mundo intelectual
y artístico, necesaria como cortesana de esta aristocracia. Algo
impensable con la aristocracia militar. La nueva elite practica ya la
filantropía, es decir, el desprecio positivo; mientras que la
aristocracia se da el lujo del regaño, considerando como ingratos a los
cubanos de las clases menesterosas que suelen expresar su malestar. Es
decir, practican el desprecio negativo.
Pero con el desplazamiento de orígenes aparece el primero de aquellos
tres problemas: la ausencia de tradición. Retomar sus antecedentes
hispánicos no parece suficiente como legitimación. De hecho, algunas de
las prácticas coloniales reanimadas: la concentración física de
desafectos al proceso político, la carta de racionamiento, todo el
pliego de medidas administrativas que parecen calcadas de las Ordenanzas
de Cáceres ―que en nuestra era colonial regulaban al mínimo detalle lo
que cada habitante del cabildo podía tener en su casa―; el destierro de
los enemigos; la pena de muerte; la irresponsabilidad divina del poder;
la crueldad medieval, que intenta y logra en no pocos casos reducir
espiritualmente al hombre a través del sufrimiento físico y mental; el
uso de la ley y del poder basado en ella como venganzas, que rompe su
lógica cultural e histórica ―recordemos que la ley surge como sustituta
de la venganza para hacer posible la civilización― y un largo etcétera,
parecen jugar estructuralmente en contra de la legitimación de esta
aristocracia. Y todo por un solo hecho: su falta de ascendencia. No hay
línea genealógica a la que esta familia se pueda agarrar para justificar
su captura permanente del Estado y para introducir social y
culturalmente unas prácticas y modales de convivencia en el resto de la
sociedad. Sé que es una comparación exagerada, pero la aristocracia
británica sobrevive porque lograr transmitir a toda la sociedad el
conjunto ritual de comportamientos, estilos y actitudes que les
caracteriza, incluido el té de las cinco de la tarde.
Esta incapacidad de la familia dinástica de convertir a toda una nación
cultural a sus modales y comportamientos, me lleva a la pregunta de si
en ausencia de una fuerte tradición es posible inventar los gestos, las
figuras, los tropos y los símbolos de una nueva aristocracia. No puedo
responder satisfactoriamente esta pregunta en un sentido u otro. Y a
juzgar por el castrismo cultural, me inclinaría a pensar que la
tradición es fundamental en toda pretensión aristocrática.
Parece que, independientemente de los tipos y la diversidad, la
aristocracia debe tener un sentido claro del honor, del respeto de las
propias reglas, de los límites, del valor de la palabra y de los
compromisos. Como la aristocracia vive más según códigos no escritos, y
transmitidos de generación en generación a través de la enseñanza y la
imitación, está más obligada que ningún otro sector a protegerse con el
autocontrol. Ha sido el autocontrol el que ha forjado civilizaciones a
lo largo de la historia en todas las culturas y continentes. Y este es,
digamos, el mejor aporte quizá involuntario de las aristocracias que han
sido. La familia dinástica cubana carece de estos límites que le habrían
permitido fundamentar y legitimar a futuro, a través de los códigos y
símbolos apropiados, su pretensión aristocrática.
En mis tiempos universitarios, en el primer lustro de los 80 del pasado
siglo, escuché de un profesor un comentario que entonces no calibré en
toda su significación. Dijo él que la revolución cubana moriría de su
propio ímpetu y de su energía desbordada. Razonaba que esa tensa
estabilización social conseguida a base de discursos, jornadas, metas y
castigos no era sostenible a la larga por ninguna sociedad. Saludaba
como su mejor logro, no la alfabetización, sino su institucionalidad
constitucional, para mostrarse al final escéptico por el hecho de que la
revolución cubana no podía desembarazarse de su pecado de origen: la
permanente violación de sus propias reglas del juego. Y el profesor
abandonó el paraíso.
El castrismo cultural se agota asimismo porque pretendiendo animar una
aristocracia desde la ruptura con las tradiciones cubanas, perdió su
propio control. Burló todas las reglas establecidas, e irrespeta
constantemente la misma constitución limitada que le dio al cuerpo
social creado. Esto tiene consecuencias, sin dudas, para las referencias
políticas del futuro por su efecto de vacío en el repertorio simbólico e
instrumental del poder. Un peligro cierto. Pero merece un análisis que
no incluyo aquí. Y si la liquidación del castrismo cultural como
aristocracia es algo que no interesa mucho, lo que merece plena atención
son las consecuencias de su pretensión de dominio permanente sobre Cuba,
vista esta como entidad social, como espacio físico, como posibilidad
cultural y como imaginario.
El castrismo cultural ha supuesto de este modo la destrucción de Cuba en
cuatro dimensiones básicas para todo proyecto de nación: como unidad
económica, como espacio fluido de valores, como lugar para la
integración de culturas y como república política de iguales. Hemos
dejado de ser para no ser lo que nos dijeron que éramos. Esto es tanto
un crimen de lesa cultura como un horror moral.
De ahí la necesidad de un nuevo contrato en la que recuperemos todo el
optimismo de nuestra condición moderna como un medio para recuperar
nuestra voluntad. Democratizándola.
¿Cuáles podrían ser las bases de este nuevo contrato? Estas solo deben
ser definidas por los ciudadanos. Cualquiera de nosotros puede y debe
tener lo que cree son buenas ideas para su país, pero lo más importante
debe ser entrar a la plaza pública de definiciones con lo que John
Rawls, un teórico estadounidense de la política, definió como el velo de
ignorancia. Que, simplificadamente, no es más que un intento de evitar
el razonamiento preconcebido con su clara tendencia al autoritarismo. No
es que se puedan evitar con este procedimiento las propias ideas, sino
que se participa desde la escucha y evitando el principio de autoridad
que es contrario a la preeminencia del ciudadano y de la diversidad
cultural para la legitimidad del Estado y las políticas públicas. Sí
creo necesario el diálogo —una especie de democracia como la ve el
teórico alemán Jurgüen Habermas— como fundamento del ejercicio
compartido de ese velo de ignorancia. El diálogo como concepto, como
instrumento y como estrategia.
Y esto es imprescindible en Cuba. Aquí se ha arraigado una concepción
premoderna, pero anclada en la modernidad, que hace brotar la fuente de
legitimidad no del ciudadano sino de las autodenominadas vanguardias.
Ello ha trabado la modernización de la plaza pública de discusión
política. En Cuba esta modernización no llega y seguimos confrontando el
problema de la pretensión de esas vanguardias, con su concepto de que
una clase de iluminados tiene el deber y el derecho de conducir a la
masa por el camino correcto. El despotismo ilustrado en marcha. El
dilema de los clérigos (y de la épica) en la sociedad que muy bien
describió el pensador francés Julien Benda. Sin embargo, ¿qué derecho le
asiste a alguien que haya guerreado o estudiado toda su vida, que haya
desarrollado una disciplina cualquiera en una academia cualquiera,
prestigiosa si se quiere, para determinar lo que otro ciudadano menos
ilustrado o más cobarde ―o ilustrado y valiente de otro modo― debe
tener, hacer o decir? Realmente ninguno. Los conocimientos y la
capacidad hormonal para matar y morir pueden tener y tienen valor para
la sociedad, desde luego, pero no otorgan poder vicario por encima y en
representación del resto de los ciudadanos. Esa es la razón por la que
la autoridad intelectual y política en sociedades políticamente modernas
y formadas por ciudadanos y ciudadanas maduros se alcanza como crítica
del poder. Cuando se trata de construir la convivencia, el intelectual y
el guerrero son iguales al resto de los ciudadanos. Ni más ni menos.
El día en que sustituyamos el Nosotros, el pueblo ―un error sintáctico
que desplaza el poder y la legitimidad hacia arriba― por el Nosotros,
los ciudadanos habremos triunfado como sociedad y nación.
Esa meta histórica en Cuba hace tanto más necesaria aquella
modernización cuanto que la vanidad de los intelectuales y de los guapos
es inmensa, precisamente en un país de despotismo ilustrado donde,
históricamente, los intelectuales y los hombres de la guerra han sido
incapaces de definir un proyecto más o menos satisfactorio de nación.
Para empezar, toda su epistemología, la que les marca el saber posible,
y sus prácticas de ordeno y mando han estado divorciadas de la planta
cultural cubana. De manera que desde este fracaso histórico y cultural
se puede erigir la nueva plaza pública de discusión y definición sobre
el fundamento más legítimo: el ciudadano en toda su diversidad y
pluralidad. El modo de desplazar el poder y la legitimidad hacia abajo.
http://www.cubaencuentro.com/cuba/articulos/el-castrismo-cultural-iv-262907
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