Para colaborar con Mariela Castro (IV)
Cuarto de una serie en seis partes, sobre las atrocidades sufridas por
quienes fueron enviados a las UMAP
Félix Luis Viera, México DF | 05/09/2011
Cada vez que las puertas eran abiertas algunos de los reclutados
preguntaban a los guardias hacia dónde iban. La respuesta era
invariable: en el ejército no se pregunta, se obedece sin hablar. Varios
de los hombres, en uno y otro momento, aseguraban que el tren iría por
un pueblo o por otro, decían saberlo por el oído o contando las paradas,
discutían; luego, cuando el tren se detenía, abrían las puertas y era
posible mirar a lo lejos, los apostantes, todos, perdían: siempre
estaban más cerca del sitio de partida, que lo calculado. En uno de los
últimos tramos, unos y otros comenzaron a quejarse de picazón en todo el
cuerpo. En una parada pudo verse que varios, aun los negros, tenían
ramazones en la cara, torso, brazos. Eso se arregla luego, contestaron
los soldados a quienes preguntaron qué hacer. No todos preguntaban.
Varios con las ronchas, otros sin ellas, se quedaban tirados en el piso
aprovechando el espacio sobrante cuando sus vecinos de viaje se ponían
de pie. Un grupo de los que se habían quitado las camisas las habían
dejado en el piso. Otros caminaban sobre ellas. Algunas estaban
encharcadas de vómitos. En el vagón se podían contar dos o tres charcos
de vómito; su olor complicaba aún más el hedor ambiente, catalizado por
el calor.
En el vagón donde iba el hombre de unos 20 años de edad, cuya cabellera
debió de ser frondosa —negra era— antes de pelarse al rapado, como
exigía la citación que lo había llevado hacia donde estaba ahora, uno de
sus compañeros anunció algo inusitado: lanzaría una moneda envuelta con
el texto de un telegrama, por las rendijas de las tablas. Lo exclamó
como quien se ufana de un descubrimiento sumo. En una de las últimas
paradas, que sería la última aún con luz solar, el anunciante tomó una
hoja de la libreta que llevaba, el lápiz, redactó y envolvió la moneda.
En la memoria de quienes lo miraban debió quedar esta máxima: en
semejantes circunstancias, un hombre puede olvidar el vaso y los
cubiertos, pero sería muy raro que olvidara con qué comunicarse. En
cuanto el tren retomó la marcha, el hombre, afinando la vista, dijo,
pulsando el pulgar con toda su fuerza por uno de los intersticios, logró
que el envoltorio cayera hacia fuera. Tiempo después, el remitente
proclamaría que su telegrama había llegado a los destinatarios.
Era el anochecer —no se veían resquicios de luz por ninguna parte—
cuando el tren hizo la parada más larga, la última antes de llegar a la
ciudad de Camagüey, que allí se veía. Era Camagüey, sin duda, se
distinguían las luces de una ciudad grande, o al menos más grande que
las cruzadas hasta entonces. Pareció que se hallaban más soldados
custodiando las puertas que en las paradas anteriores; tenían los
fusiles terciados al pecho y metían la vista todo lo posible hacia el
interior del vagón. Repartieron comida, una cajita con arroz y frijoles
colorados. Ordenaron acercarse a la puerta, tomar la cajita y retirarse
a un extremo del vagón, "para que no cojan de más". La oscuridad era
casi igual que cuando el tren iba en marcha, de día. Unos hombres
despertaban o animaban a otros que no se levantaban. Uno, que tenía su
camisa de floripones amarrada a la cintura, delgado, encorvado, rubio,
arrastró casi hasta la puerta a aquel que en la mañana se había hecho
llamar María Elena. "A mí, muéranme de una vez", le dijo con voz
soñolienta María Elena al soldado que le entregaba la cajita; y el de la
camisa de floripones lo agarró y lo llevó hasta su rincón. Entonces se
escucharon gritos y varios disparos —de armas cortas justamente—. "¡Se
va ese negro tetón!", decían los gritos. Y se vieron a unos soldados,
que corrían viniendo desde la derecha, enrumbar hacia enfrente, donde la
oscuridad era más cerrada y tal vez habría un bosquecillo. ¿Quién sería
el "negro tetón"?, ¿quién era?, preguntaron varios. Y al unísono
corrieron muchas voces que ordenaban a gritos cerrar los vagones.
La espera se hizo muy larga. Más de dos horas. Los reclutados apenas
hablaban. Se escuchaban tanto lamentos como maldiciones, en voz baja. Y
oraciones susurradas. Citas bíblicas, extensas. Lo peor de todo era el
mal olor. Ya, cuando el tren arrancó, el silencio dentro del vagón era
casi rotundo. Al dar el tren el primer envión, uno gritó, con ese acento
de pánico con que se despierta de una pesadilla: "¡Soy católico!".
Serían las 10 de la noche. El movimiento fue lento. Se sintió el
retroceso, el avance, el retroceso y el avance de nuevo. Fue posible
escuchar en algún momento, llegados desde afuera, voces, cláxones,
llamadas; en fin, a pocos metros del convoy otras personas iban o venían
de paseo, del trabajo, de sus casas.
Habrían transcurrido unos 10 minutos cuando el tren tomó una velocidad
que casi hacía flotar los cuerpos de los envagonados. Este tramo pareció
inmenso, quizás por la velocidad del tren, tal vez porque se acercaba el
término del viaje. Finalmente, se sintieron las ruedas chirriar; la
velocidad mermó mientras se escuchaba, de manera exorbitante, el silbato
de la locomotora. Paró en firme. En el exterior correteos, gritos. Se
abrió la puerta mediante un tirón rapidísimo. "¡Son las 10 y 45, acabo
de verlo!", gritó uno de los reclutados que debía ser de los que traían
relojes, más bien con la entonación de quien protesta. Cuando los ojos
se adaptaron a la oscuridad, fue posible ver una formación de soldados a
lo largo de la línea y entre la maleza, tenían la bayoneta calada y los
fusiles en posición de listo. De inmediato, allá, a la izquierda, se
prendieron muchos faros alineados; eran, luego se sabría, de camiones
que hacían un ángulo con la locomotora. El tren comenzó a moverse y, en
la medida en que lo hacía y vaciaba, se movían asimismo los soldados que
resguardaban cada vagón. Cuando el vagón en que se hallaba el hombre de
20 años cuya cabellera negra, si dudas otrora abundante, se acercaba a
la carretera donde esperaban los camiones, él dijo "Tengo miedo, si al
menos fuera de día, si hubiera luz". Cuando el vagón donde iba este
hombre llegó a la carretera, los soldados que se mantenían cercándolo
ordenaron, con gritos expresamente intimidantes, que se bajaran
rápidamente, mientras apuntaban a medias con sus fusiles, y los
alineados en la carretera atronaban "¡corran!, ¡suban!". Los músculos
estaban entumecidos, el asfalto bacheado, la distancia desde el piso del
vagón hasta el suelo era considerable; pero los soldados conminaban a
lanzarse ya, rápido, sin pausa. Uno de los reclutados, al caer dobló las
rodillas, se fue hacia atrás, se golpeó la cabeza quizás con el raíl, y
en su afán de incorporarse se fue de rodillas, volteó y cayó de
espaldas. "Vamos, de pie, corre, arriba, vamos", le ordenó un soldado.
Pero el caído, al intentar obedecer, sólo alcanzó un movimiento sin
control del torso y se le vio en la noche una baba por un extremo de la
boca y los ojos como si quisieran regarse en toda la cara, "no puedo",
balbuceó, "no me siento las piernas". El reclutado de unos 20 años de
edad retrocedió y trató de ayudar al caído, que se agarró con toda
fuerza a su pierna derecha clavándole las uñas "no me dejes, siento que
me partí la columna vertebral, no me dejes". Pero el soldado se acercó
al que intentaba ayudar, lo pinchó con la bayoneta y le gritó: "¡Tú
corre a tu camión, comemierda!".
http://www.cubaencuentro.com/cuba/articulos/para-colaborar-con-mariela-castro-iv-267789
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