jueves, 19 de enero de 2017

Nuestra última línea de defensa frente al Estado

Nuestra última línea de defensa frente al Estado
En una época en que la metafísica es repudiada ya no solo en los ámbitos
científicos sino hasta en filosóficos, los pensadores políticos se han
empeñado en buscarle a los DDHH unos fundamentos digamos que ontológicos
José Gabriel Barrenechea, Santa Clara | 19/01/2017 9:23 am

Según me parece recordar la compañera Cristina Fernández llegó a
proponer, ante el plenario de la Asamblea General de la ONU, que el
libre acceso a los cosméticos debería convertirse en un derecho humano.
Esta epidemia contemporánea de promover cada vez más y más "derechos
humanos", de "tercera", "cuarta", "quinta" o "centésimo segunda
generación", no parece ser más que el anuncio del no muy lejano ocaso de
lo que en su momento fue un útil recurso para la convivencia humana. De
hecho, ya los derechos humanos han comenzado a ser desplazados por los
derechos de las cosas. Por ejemplo, esos todavía en el estado de
propuesta, con bendición papal, no obstante, derechos de la "Madre Tierra".
Hablemos claro, tales disparates son el preámbulo de la aceptación de
los Derechos del Estado, aun como anteriores y preferentes a los del
Hombre. Y es que los derechos de la Madre Tierra, más allá de ser
promovidos por muchos ambientalistas y personas sinceramente preocupadas
por la innegable depauperación de nuestro medio ambiente, pero que no
entienden lo desafortunado y peligroso de irse a pedir caridad no frente
a una iglesia sino a ante la sede de algún partido político, han
devenido en la interesada bandera de los devotos de las "razones de
Estado", por encima de cualquier otra razón. Gentes como Evo Morales,
que mediante tan capcioso recurso no persiguen el bien común planetario,
sino la omnipotencia personal que les reportaría ser nombrados cabezas,
Incas, de unos Estados tan bien dotados de "derechos".
Sin embargo, es justo reconocer que el primer paso en la sustitución del
hombre por el Estado como sujeto de los derechos fundamentales se dio
desde mucho antes. Nada menos que desde la misma adopción de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos el 10 diciembre de 1948.
Bien mirados, derechos como el 25, según el cual "Toda persona tiene
derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su
familia, la salud, el bienestar, y en especial la alimentación, el
vestido, la vivienda, la asistencia médica…", además de resultar
demasiado imprecisos por no aclarar a que "nivel de vida adecuado" se
refieren, si al de un campesino egipcio del 3.000 antes de Cristo, al de
un ciudadano de clase media de EEUU de 1947, al de un marajá indio
contemporáneo suyo, o en todo caso al de un terrícola de la futura
sociedad global allá por 2148, no son en definitiva más que compromisos
que adquieren los Estados. Compromisos en cuya satisfacción, para
suprema felicidad de los específicos individuos que los encabezan y ya
que los "niveles de vida adecuados" no se dan silvestres en los
matorrales de algún utópico Paraíso Terrenal, se ven obligados a tomar
decisiones que necesariamente entran en conflicto con otros de los
derechos señalados en dicha Declaración. Por sobre todo porque por la
misma esencia paternalista de esos compromisos el Estado termina más
temprano que tarde convertido en una autoridad supra-humana, en una
especie de nuevo Dios Padre ante la cual el hombre debe rendir sus
libertades básicas para alcanzar a obtener así la adecuada alimentación,
vivienda, asistencia médica…
Más allá de las necesarias concesiones a que condujeron los rejuegos
diplomáticos de la última posguerra, y que en sí permitieron el que se
adoptara con carácter universal la Declaración, la razón para que a 68
años de aquellos compromisos tanto disparate termine por ser aceptado
aun por algunos de los más sinceros promotores de los DD. HH., parece
estar en un contrasentido contemporáneo. En una época en que la
metafísica es repudiada ya no solo en los ámbitos científicos, sino
hasta en los filosóficos, los pensadores políticos se han empeñado en
buscarle a los DD.HH. unos fundamentos, digamos que ontológicos.
Propósito impulsado por loables intenciones, no obstante, ya que
mediante él se busca fundamentar estos DD.HH. más allá de cualquier duda
o cuestionamiento probable. Mas en verdad los resultados del mismo no lo
son ya tanto: fundados en alguna supuesta esencia del hombre, ya sea en
lo que hay de divino en él o en sus potencialidades nunca hasta ahora
realizadas a cabalidad, se pierde de vista el real interés práctico con
que los DD.HH. fueron diseñados por el hombre desde John Locke hasta
Benjamín Constant: proteger los espacios de auto-realización personal
ante las interferencias de otros individuos, grupos, pero sobre todo de
los del Estado.
La Modernidad es esa época en que se fortalece el individuo, y a
resultas de ello también se dispara la disponibilidad de un particular
subproducto suyo: la razón. A su vez, esta última, al usársela por el
Estado provoca de inmediato un aumento exponencial en su eficiencia y
capacidad para controlar al individuo. Pero este, que para existir
requiere la existencia de espacios de libertad en que auto-realizarse,
en medio de ese control más y más eficiente no puede más que desaparecer.
Un proceso semejante, de retroalimentación negativa, debería por tanto
comenzar una y otra vez solo para revertirse hasta la posición inicial
más tarde o más temprano: El individuo se fortalece y como consecuencia
de la razón que le es inmanente también lo hace el estado, pero la razón
bien pronto le hace concebir al Estado la posibilidad de convertirse en
total, de totalizar la vida, con lo que el individuo comienza a
languidecer y sin su principal aporte, la razón, el Estado a su vez
pronto no solo pierde su poder de control, por demás ya innecesario ante
hombres que han regresado al Estado pre-individualizado, sino hasta la
herramienta imprescindible para concebir absolutos. La ciencia ficción
está llena de obras que se desarrollan precisamente a partir del segundo
paso de este proceso. Mas a semejanza que en la mayoría de los
argumentos de las anticipaciones científicas, o de las ucronías o
utopías (las no pesimistas, se entiende), este ciclo cerrado mediante el
cual el estado, por su propio ser lo que es, está llamado a mantener por
siempre a la humanidad en medio de las tinieblas anteriores al
surgimiento del individuo, puede ser superado. No obstante, no tanto
gracias a los sacrificios y aventuras de un puñado de héroes, sino más
bien a los esfuerzos conscientes y coordinados de todos los individuos
para ponerle barreras a las tendencias naturales del estado.
Precisamente eso son los DDHH. Una convención consensuada por los
individuos en ciertas sociedades de las riberas atlánticas. Aceptada,
por otras sociedades que vendrían después, en otras regiones del orbe,
gracias a su comprobada utilidad para asegurar la sobrevivencia del
individuo y de la razón a él inmanente. Una convención que alcanza su
clímax de eficiencia precisamente cuando los DD.HH. pasan al campo del
derecho consuetudinario.
Estos derechos son muy simples y muy pocos, por cierto: Aquel que
establece que la vida humana es sagrada y que en consecuencia ningún
otro individuo, o muchísimo menos el Estado, tiene la potestad de
quitarla; aquel otro que sostiene que todo individuo tiene el derecho a
participar en la toma de decisiones de su comunidad, e incluso más, que
todo individuo tiene el derecho a ser un ente activo en la totalidad de
la vida cultural humana, pasada, presente y futura, y aportar en
dependencia de sus capacidades a ella; y lógicamente, como para hacer
semejantes aportes todo individuo necesita seguir siendo tal, y a la vez
de un lugar desde donde elaborarlos, esta aquel último que asienta que
todo individuo tiene derecho a un limitado espacio de privacidad, sea
literalmente un espacio físico, como un territorio o una casa, sea un
medio material para cumplir alguno de los deseos o fines del hombre, o
sea un grupo de ideas, recuerdos, miedos… espacio en que nadie más puede
interferir, que nadie más puede expropiar, o al que nadie más puede
coaccionarnos su uso, sobre todo el Estado, y cuyo único límite válido
solo puede ser aquel en que a su vez se interfiera, expropie o coaccione
de manera manifiesta la semejante libertad de los otros. Este límite,
por cierto, solo puede ser consensuado por la sociedad de los individuos
presentes sobre los consensos anteriores de los individuos que les
precedieron. Pero consensuado, repetimos, no impuesto por alguna mayoría
a alguna minoría, ya que estas últimas deben conservar siempre el
derecho de continuar promoviendo libremente su versión de los límites,
haciendo lo posible, sin violentar la situación, para revertirla
mediante el convencimiento del mayor número posible de individuos a su
versión de los límites.
Los demás, que al presente pasan también por derechos, son otras cosas,
tan o quizás más útiles y necesarias, pero no derechos. Diríamos que son
deberes que los individuos tenemos en función de nuestra humanidad y
aquel principio moral que está en su base: "Amarás a tu prójimo como a
ti mismo" (esta, como bien señala Erich Fromm, es una expresión más
universal que aquella otra, "trata a los demás como desearías te
trataran a ti", una de las muchas formas que puede adoptar la misma, en
este caso particular para una sociedad basada en los "contratos", como
lo es la capitalista moderna). Deberes que debemos asumir individual o
colectivamente, en este segundo caso también mediante ese recurso
imprescindible para la convivencia, al menos hasta el amanecer de hoy:
el Estado. Nunca, como en las simplificaciones de la idea socialista,
sea el leninismo, el castrismo, el chavo-madurismo, el neo-incaismo de
Evo Morales o el cosmeticismo justicialista de la señora Cristina
Fernández, deberes del Estado. Semejantes deberes, está demasiado
probado por los últimos cien años de historia humana que únicamente
sirven para matar al individuo mismo y convertir al hombre en un
pseudo-humano, en un ser rebañezco que más que buscar su dignificación
en la plena autorrealización de sus facultades lo que en realidad hace
es aceptar un orden dado como el "mejor de los mundos posibles" o en
todo caso irse a esconder en las profundidades de su conciencia, en sus
"castillos interiores".
No sé ustedes, pero yo en lo personal prefiero usar perfumes y afeites
siempre que puedo agenciármelos por mí cuenta, o no usarlos en general,
y por el contrario conservar mi capacidad de pensar por mí mismo, de
poder expresar lo pensado, de conservar un lugarcito de intimidad desde
el cual poder preparar las ideas y propuestas que compartiré con los
demás. De ser yo mismo, comunicado por mi conciencia con los demás en
ese gran dialogo humano, en ese Gran Congreso Universal del que otro
argentino, ese sí esencial, Jorge Luís Borges, nos hablaba en una de sus
ficciones. Nunca un perfumado tornillo más de alguna maquinaria estatal.


Source: Nuestra última línea de defensa frente al Estado - Artículos -
Opinión - Cuba Encuentro -
http://www.cubaencuentro.com/opinion/articulos/nuestra-ultima-linea-de-defensa-frente-al-estado-328404

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